Reflexiones: el blog de Fundación Manantial

Fronteras y distancias en una mañana de junio en Estremera

Mientras el cuerpo caminaba por las salas, la mirada se detenía en cada rostro. No había manera de hacerlos coincidir. Donde pones la mirada tiene que ver con el punto de vista. Donde pones el cuerpo tiene que ver con la natural convicción de que “todo pasa allí donde yo estoy”, lo que implica la articulación entre el tiempo, el espacio y el yo.

Cuando andas por un lugar tan especial como un centro penitenciario, yo pensaba que lo primero que entraba era el cuerpo. Y luego aparecía la mirada al salir. Y que lo que la mirada iba recibiendo se quedaría atrapado en el cuerpo, impregnado, dejando su huella. Pero me equivoqué.

Mi cuerpo se sentó en la primera fila del salón de actos para presenciar la actuación de Andrés Suárez, alguien que te mira de arriba abajo y te enamora de abajo arriba cuando canta y cuando te mira. Pero mi mirada, con todo el auditorio a mi espalda, estaba perdida. No sabía dónde mirar. Ver rostros nuevos para mí suponía girarme a cada rato. Y tampoco sabía qué buscaba. En otro de los momentos de la mañana, una mañana diferente a cualquiera, en el comedor del módulo de respeto (hay que llegar a una cárcel para encontrarse la palabra respeto), uno de los internos pregunta qué imagen teníamos de la cárcel, si era como la de las películas. Le hubiera contestado una cosa con mi cuerpo y otra con mi mirada. Al fin y al cabo, es la misma pregunta que hacemos nosotros cuando preguntamos a la gente qué imagen tiene de la locura. Ay el cine, siempre el cine.

Mi cuerpo andaba sin apenas inmutarse, iba y venía, seguía sin mayor dificultad la comitiva, pero mi mirada iba de rostro en rostro, se perdía, buscaba un trozo de vida en cada cuerpo con el que nos íbamos cruzando. También con los profesionales que trabajan allí. Le pregunto a Laura, trabajadora social, si ella puede salir de allí para venirse un día aquí. Me dice que no mucho, pero encuentra un motivo si salen con el grupo para conocer el trabajo que hacemos en algún centro. Y pienso cómo sería mi trabajo si mi cuerpo no pudiera salir mucho, moverse en alguna dirección, yo que soy mucho de entrar y salir. El movimiento.

En el taller de cuero, mi cuerpo, a través del olor intenso a cuero bueno y el apretón de manos del saludo, está en la sala, un espacio que podría ser perfectamente un taller de un centro de rehabilitación laboral. Pero mi mirada está ya inquieta, ávida de encuentro, buscando algo de complicidad con las personas que nos reciben. Pero siento que no van coordinados mi cuerpo y mi mirada. Un rato que durará una eternidad porque sucede que mi cuerpo y mi mirada coinciden por primera vez (no será la última). Uno de los trabajadores del taller me cuenta cómo trabajan ellos el cuero, todo a mano, artesanal como el oficio más antiguo, con el cuerpo allí, y (esto no me lo dice) con la cabeza fuera. Me enseña una cartera pequeña para guardar dinero con el escudo del Getafe C.F grabado. Le tengo que enseñar la huella de ese gesto en mi cuerpo. Y me emociono. Y él me lo nota. Y me lo regala. Ya estamos todos dentro, más juntos. La despedida se hace con un abrazo que le lanzo yo. Y es él el que me da las gracias. Miserable lo mío.

Se pregunta Santiago Alba Rico en su libro Ser o no ser (un cuerpo): “Si buscamos nuestros cuerpos dentro de la casa ¿dónde los encontramos? ¿En qué habitación? (…) Cuando me pongo a buscarme por la casa ¿dónde me encuentro?”. Pensé en este inicio del libro, uno de los inicios que más me ha impactado. ¿Dónde está mi cuerpo mientras paseamos por un sitio como éste? Cuando salimos a la calle, después de recuperar nuestra identidad (estar sin DNI y sin móvil es un despojo que supone de entrada la primera frontera entre los de dentro y los de fuera y supone, sobre todo, una revelación de fragilidad y de provisionalidad, de pérdida de referentes), pienso mientras conduzco, camino al despacho, dónde se ha quedado mi cuerpo. Y descubro que mi cuerpo se ha venido conmigo, va conduciendo conmigo, pero mi cabeza y mi mirada sobre todo se ha quedado allí. Quizá en ese abrazo, quizá en el entusiasmo con el que trabajan Guille, María y Vanesa, quizá en cómo suena la música de Andrés Suárez y de algunos espontáneos y valientes que se arrancaron a cantar en un sitio tan poco musical, quizá en ese apretón de manos con el manco de Estremera. ¿Puede un manco estrechar la mano? Realmente no sé si me estrechó la mano presente o la ausente. Porque yo solo le miraba a los ojos, aún impresionado por la historia que me acababan de contar Helena y Guille. Ocho años en aislamiento, sin contacto con nadie, acumulando condenas por episodios de agresividad contra todos los funcionarios que se acercaban a su celda. Hasta que un día una psiquiatra dice que aquello no es un ser violento, es alguien que sufre, que está sin tratamiento adecuado (ya no hablemos de trato), en este caso es una psicosis y le tratan como tal. Ahora está en el módulo de respeto, pero insisten los funcionarios en recordar su pasado, porque no encuentran otro recluso con semejante historial de violencia. Y ahora nos da su mano buena, o la mala, eso da igual, porque aseguro haberle visto aplaudir después de cantar Andrés Suárez Ahora. Ahora entiendo que este hombre estaría pensando, “ahora es mi turno, por fin estoy a punto de salir de aquí”. Guille le habla con toda la humanidad que cabe en un ser humano. Guille le anima porque saldrá en breve a la vivienda puente que gestiona Fundación Manantial sin apenas ayudas. Javi, Guille, María y Vanesa sí que pasean sus cuerpos por este lugar porque ellos tienen en la mirada el gesto de la esperanza y de la comunidad en su mejor sentido. Ellos no tienen barreras en su forma de trabajar y de mirar.

Decíamos que mi cuerpo se puso a conducir y mi cabeza pensaba: ¿cuál es la frontera? ¿Por qué ellos están ahí y yo estoy aquí? La cárcel tiene su estructura imponente en su lejanía e intimidatoria en su cercanía. Tiene vallas, rejas, puertas que cierran y que tanto le impresionan a Elena. Escribe Siri Husvedt en su último libro Madres, padres y demás: “las fronteras hechas por el hombre se señalan con letreros, vallas, muros, aduanas, colas de control de pasaportes. Pero rara vez se ven líneas de verdad en el suelo”. Salí de la cárcel de Estremera preguntándome donde está la línea. Y luego dicen que para qué sirve la literatura. A mí me sirvió acordarme de Siri Husdvedt para saber que la línea la dibujan los hombres, la dibujamos entre todos, para separar a unos y a otros, pero esa línea, que geográficamente está muy marcada (la carretera hasta llegar a Estremera, las vallas, la torre de control, el control de acceso, el camino eterno hasta llegar al salón de actos) no corresponde con una línea mental, simbólica. Si miras despacio encuentras que no estamos tan lejos. Un accidente de tráfico con dos cervezas, una corrupción menor que se perpetúa, una decisión que no atiende a los procedimientos, un ataque de ira en un momento de desesperación. Incluso un error de cualquier tipo. Y acabas con tu cuerpo y tu mirada vagando por el patio de la cárcel. Lo que más me impresiona al recordar la experiencia es por qué uno termina preguntándose cómo sería la vida si uno tuviera que pasar una temporada en este lugar. Imagino que es algo que todos los que están allí, esperando su momento para salir, se lo habrán preguntado también antes de imaginar que podrían entrar algún día en una cárcel. Como lo que estoy haciendo yo ahora, por cierto.

Otra lección sobre las fronteras. El adentro y el afuera, el aquí y el allí, el cuerpo y el alma, la locura y la cordura, la maldad y la bondad, la realidad y la ficción, la salud y la enfermedad. Los unos y los otros. Ellos y nosotros. Cada vez tengo más claro cuáles son mis dos temas, que están relacionados: las fronteras y las distancias. De Estremera a Madrid la distancia por carretera son 80 km.  Pero la distancia con las vidas de la gente que se queda ahí dentro es la que uno quiera poner con el cuerpo o con el alma. Guille, Javi, María, Vanesa, Laura, Sandra (la enfermera), Andrés, Elena, Ali, Helena, unos detrás de otros, andando a una corta distancia, pero con la cabeza cada uno en un sitio diferente. Y la mirada puesta cada uno en un lugar, que apetecería luego compartir.

Raúl Gómez. Director Recursos de Atención Social de Fundación Manantial.

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