Reflexiones: el blog de Fundación Manantial

Mi experiencia en la prisión de Alcalá Meco

El último tramo de carretera hasta llegar a la prisión me pareció poético y doloroso. El sol, el cielo azul descubierto de nubes. Un halcón volando sobre un horizonte verde y las montañas. Parecía broma.  

Aparco y la vista cambia. Me reciben con un abrazo y buena vibra Vanessa y Guillermo. Me encanta el proyecto y estoy ilusionada, pero apenas puedo escucharles con atención porque no me ha dado tiempo a integrar lo que estoy viendo. Es la primera vez que veo una prisión de cerca. O mejor dicho, es la primera vez que “siento” una prisión. Porque las series y las películas están repletas de cárceles y de vidas ficticias encerradas en ellas. Pero lo que estaba a punto de conocer, eran vidas reales. Personas de este mundo. Personas a las que yo misma juzgo como “malas”. “Hombres malos”, en este caso. Me digo a mí misma: “no te compadezcas”. Me lo repito como una especie de mantra para protegerme. ¿Para protegerme de qué? Quizá protegerme de mi propia “incongruencia”, como si por ser mujer y feminista me estuviera traicionando a mí misma por elegir estar ahí. Pero este pensamiento no duró mucho.

Vanessa y Guillermo me empiezan a compartir la estructura y el funcionamiento de la prisión, para ubicarme. Pero yo solo puedo flipar con el contraste de tanta naturaleza alrededor de los muros robustos de hormigón antiguo y los alambres de púas coronando las tres vallas que separan el interior del exterior. Poco a poco les empiezo a escuchar conscientemente porque su energía es contagiosa. Porque tienen ganas.

Pasamos un primer control y tengo que desprenderme de mis cosas. Solo son cosas, pero nunca había trabajado sin ellas. Fuera móvil, cartera, mochila, llaves del coche. Solo un cuaderno (que se paseó toda la mañana en la bolsa de tela de Vane porque al final no lo usé). Me sentí desnuda, pero liberada. Liberada de mis cosas, qué sensación más rara.  

Me presentan a varias trabajadoras del ámbito de la atención social y flipo otra vez, porque es gente muy maja. Y me encanta la gente maja, solo que en mis propios prejuicios, no me lo esperaba. Vane nombra varias veces la palabra “flexibilidad”. Pienso…¿Flexibilidad dentro del sistema penitenciario? Y empiezo a entender que trabajan dentro de un sistema que quieren cambiar, desde dentro.

Pasamos al interior de la cárcel. Un mural precioso, pintado por los reclusos. O presos. No sé cómo referirme a ellos en este escrito. Vanessa les nombra como “los chicos”. Eso también me gusta, porque las palabras importan mucho. Después del mural, que tampoco nos paramos mucho a mirar porque al final por muy bonito que sea, es el envoltorio de colores de algo más oscuro, pasamos al interior. Y empiezo a sentirme un poco triste. Todo está muy sucio, hay mucho ruido, mucho movimiento y mucha hostilidad. Pero son personas. Algo que aún no me había parado a pensar. Que es gente. Gente encerrada, pero gente al fin y al cabo. La mayoría, chavales bastante jóvenes. Miradas perdidas. Enfado latente pero contenido. Sumisión. La mayoría, niños perdidos que fingen ser gigantes para sobrevivir ahí dentro. Al menos esa es mi sensación. Pero también veo espacios de seguridad. El pequeño oasis de la Fundación Atenea, con las paredes llenas de arte y revolución.

He conocido a algunos de los chicos y he hablado con ellos. He apretado alguna mano y he dado algún abrazo. Y me he sentido respetada entre hombres que posiblemente hayan cometido actos que en sí mismos sí me dan miedo. Vanessa dice: “Estas personas ya han sido juzgadas. Nosotras no estamos aquí para eso”. Y esa frase me sana en cierta forma porque pensé en mi manera de trabajar. No suelo informarme previamente sobre el diagnóstico psiquiátrico de las personas que acompaño antes de conocerlas. Porque me importan las personas y me importan sus historias. El diagnóstico importa hasta cierto punto, pero no puede ser la identidad. Igual que el delito. Y si ya además tienes un diagnóstico y has sido juzgado por cometer un delito, doble estigma. El trabajo que hacen desde el equipo del servicio de ámbito penitenciario de la Fundación, es precisamente eso. Conocer a las personas, a sus historias y ofrecerles otras maneras de relación, la oportunidad de construir vínculos de confianza, donde puedan ser, más allá del delito. Amabilidad. Palabras de afecto. A esos “hombres malos”. Y entonces es cuando todo me deja de parecer incongruente.

Nunca había estado delante de una persona que hubiera asesinado a otra. Yo no quise enterarme del delito, pero fue la carta de presentación de uno de los chicos. Mano a mano recogiendo malas hierbas del precioso huerto que han creado con Vane. Me cuenta cómo ha sido su infancia y su adolescencia, quiénes son sus padres, quiénes eran sus “amistades”. Después de todo un recorrido por eventos traumáticos de su historia de vida, me dice que ha matado a otro chico, con un machete. Y le miro, le miro a los ojos y sostenemos la mirada un momento, en silencio. Le pido que me dé tregua porque es la primera vez que comparto un espacio con una persona que hubiera matado a otra, al menos siendo consciente de ello. Creo que de manera muy sutil puedo ver algo de orgullo por haberme impresionado y abrumado. Porque para él, esa es su identidad, se ha construido rodeado de violencia. Y eso no significa que esté orgulloso del delito o que no le duela lo que hizo. Me pregunta “¿qué te esperabas?”. Y le contesto con libertad, porque él se ha sentido libre también para compartir conmigo parte de su vida. Le respondo “Un monstruo. Me esperaba un monstruo”. A lo que él, sonríe, y añade: “Pues soy una persona”. Seguimos recogiendo malas hierbas y hablando de videojuegos, porque a los dos nos gustan.

Podría seguir escribiendo, porque es de las cosas que más me gusta hacer en la vida, pero Guillermo me dijo “medio folio” y ya llevo dos páginas, así que voy a ir terminando. La escritura me aporta libertad. Y este proyecto surge de ahí, de poder ofrecer libertad a las personas privadas de libertad, porque no es incompatible ni incongruente, pero eso no lo sabía hasta que he podido verlo y sentirlo. Si escribir me hace libre, y propongo un proyecto de escritura creativa dentro del sistema penitenciario, es porque yo también creo que “otra manera de atender es posible, más humana y más eficaz”, como dice Guillermo. Y me quedo con la palabra eficaz, porque si el sentido del sistema penitenciario es “capacitar a las personas internas para una vida en libertad respetando el cumpliendo la ley, las normas sociales y poner en manos de éstos los instrumentos, tanto laborales como educativos que les permitan enfrentarse con éxito a la vida en libertad”, no sé cómo se va a conseguir eso si dentro de la prisión no se ofrecen experiencias de relación diferentes a las que les han llevado a estar ahí cumpliendo condena. Los vínculos destruyen, y los vínculos sanan. Por eso me parece tan importante el trabajo que hace el equipo del servicio al ámbito penitenciario y estoy muy agradecida por haberme dado la oportunidad de participar en esto a través del proyecto de escritura creativa. 

De esta primera toma de contacto con el centro penitenciario de hombres de Alcalá Meco me llevo muchas de esas ganas que tan rápido se contagian. Y esperanza. Esperanza de que el sistema puede cambiarse desde dentro. Vanessa también me ha contado, que a veces la cárcel para algunas personas tiene la utilidad de hacerles parar. Parar y pensar. Poder entender la cárcel como una oportunidad, y no como un castigo, me parece el aprendizaje más sanador y más valioso que puedo llevarme de este lugar y de las personas que he conocido.

Laura Cabrera Rueda, Centro de Día “Rivas”

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